Félix Ángel Moreno Ruiz

lunes, 3 de marzo de 2014

EL HÉROE DISCRETO de Mario Vargas Llosa

                                            

EL OTOÑO DEL ESCRIBIDOR

Tras tres años de silencio, Mario Vargas Llosa vuelve a publicar una novela. Si en El sueño del celta se adentraba en la vida de un personaje histórico, Roger Casement, para relatarnos las atrocidades cometidas por el colonialismo belga en el Estado Libre del Congo, propiedad de Leopoldo II, y la explotación a la que se veían sometidos los indígenas de la selva amazónica a manos de las compañías caucheras, ahora, con El héroe discreto, el escritor peruano retorna a su tierra para contarnos dos historias de personajes sencillos y anónimos.
En una de ellas, asistimos a las tribulaciones de Felícito Yanaqué, hombre hecho a sí mismo y propietario de una próspera empresa en Piura, Transportes Narihualá. Un mal día, recibe una carta anónima en la que se le conmina a pagar una cierta cantidad de dinero a cambio de protección. En lugar de aceptar el chantaje, decide rebelarse y denunciarlo públicamente en un periódico y ante la Policía pues la máxima de su existencia es no dejarse pisotear por nadie. Esta osadía traerá graves consecuencias al protagonista y a todos los personajes que lo rodean: su esposa, Gertrudis; sus hijos, Miguel y Tiburcio; su amante, Mabel. Narrada en forma de una investigación policial, la trama nos revela una historia de infidelidades, de odio, de traición y, sobre todo, de desengaño.
El otro relato se sitúa en Lima y tiene como protagonista a don Rigoberto, gerente de una compañía de seguros. A punto de jubilarse anticipadamente, recibe una sorprendente e inesperada propuesta de su jefe, Ismael Cabrera: ser testigo de la boda con su criada, Armida. Tal decisión, aparte de ser un escándalo mayúsculo en la alta e hipócrita sociedad limeña, supone recibir los ataques de sus dos hijos, Miki y Escobita, crápulas juerguistas y vividores a los que había echado de la empresa por sus continuos escándalos y que ahora ven peligrar su herencia. Tras la boda, Ismael y su esposa parten de viaje de luna de miel y Rigoberto se queda solo ante el peligro. Además, tiene que solventar otro problema doméstico: su hijo, Fonchito, está atravesando la etapa difícil de la adolescencia y le ha confesado que tiene encuentros con un personaje misterioso, Edilberto Torres, que nadie más ha visto. Temeroso de que esté padeciendo trastornos mentales, consulta con una psiquiatra infantil y con un cura.
Divididas en fragmentos, las dos historias avanzan simultáneamente y con este recurso se consigue que la atención del lector no decaiga. Además, Vargas Llosa es un maestro en armar historias con multitud de referencias culturales e históricas, con personajes secundarios atractivos como el de Adelaida, la vieja santona que ayuda a Felícito con sus pálpitos y visiones. Cerca del final, ambas tramas convergen y los personajes principales entran en contacto, algo que, de alguna manera, se intuye desde el principio.
Aunque no tiene la complejidad técnica de sus primeras novelas, como Conversación en La Catedral o Pantaleón y las visitadoras, el autor sigue fiel a un estilo propio, al margen de las modas: historias simultáneas, continuas analepsis, diálogos dentro de diálogos sin la voz del narrador y recreación del español hablado en Perú, con una profusa utilización de dialectalismos.
También es posible vislumbrar en El héroe discreto aspectos atípicos en la narrativa de Vargas Llosa. Uno es la utilización del elemento mágico, tan presente en otros escritores hispanoamericanos de su generación. Las figuras de Adelaida, una especie de hechicera que es capaz de presentir desgracias, y de Fonchito, el hijo de don Rigoberto, que tiene el don de entrar en contacto con seres invisibles, no son tratadas por el autor con desdén o ironía, sino con simpatía y, sobre todo, con ambigüedad. El otro es el carácter ejemplarizante del final, que contrasta con el fatalismo presente en otras obras: las dos historias quedan cerradas, el nudo se desenreda, los culpables hacen penitencia y todo parece quedar en el sitio justo.

Pero lo que llama más la atención a un lector atento a la producción del escritor peruano es la sensación de que en esta obra lleva a cabo un ejercicio de reflexión metaliteraria, de que, desde el ocaso de su vida, observa el pasado con melancolía. Quizás el personaje que mejor refleje esta impresión es el sargento Lituma. Secundario y protagonista de multitud de novelas (La casa verde, La tía Julia y el escribidor, ¿Quién mató a Palomino Molero?, Lituma en Los Andes), regresa a su ciudad natal y participa en la investigación de las cartas anónimas. A través de sus ojos cansados, contempla los cambios que han transformado Piura (metáfora de Perú) en una ciudad moderna, con barrios prósperos, y esto le lleva inevitablemente a un ejercicio de añoranza de aquellos años de la pobreza, del polvo, de los techos de calamina, de los prostíbulos, de los inconquistables, donde se forjaron las historias y los personajes de las grandes novelas de Vargas Llosa.